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martes, 28 de febrero de 2012

Una tragedia con orígenes remotos





La catástrofe ferroviaria acaecida en nuestro país hace escasos días pone de manifiesto una serie de irregularidades que, de no haberse producido el desgraciado hecho, hubieran permanecido ocultas hasta que un suceso de similares características las arrojara a la superficie.
Concretamente, nos referimos al conjunto de deficiencias que padece el sistema ferroviario argentino y, fundamentalmente, al deteriorado estado de las formaciones de trenes y vías de circulación que no gozan de la conservación y mantenimiento adecuado para la seguridad de los pasajeros.
El “accidente” (hoy los familiares de las víctimas nos hablan, y con razón, de “catástrofe previsible”) ocurrido el 22 de febrero es horrorosamente elocuente, con un saldo de 51 muertos y casi 700 heridos; no podemos menos que reflexionar dolorosamente sobre lo sucedido. Sin duda, es preciso determinar quienes, de una forma u otra, fueron los responsables de que semejante hecho se produzca; y para ello, es menester esperar los respectivos informes que los peritos especializados aportarán a la justicia a los efectos de ir deslindando responsabilidades.
Ahora bien, fuera del marco de las responsabilidades penales que serán determinadas por el Juez interviniente; están las responsabilidades políticas, no susceptibles de ser justiciables pero sí pasibles de ser tenidas en cuenta para comprender porque se llega a este estado de cosas.
Y aquí es necesario retrotraernos a la Argentina de finales de los años 80 y comienzos de los 90 para darnos cuenta como una medida adoptada hace décadas puede desamparar a las personas (en este caso, a los usuarios del ferrocarril) con consecuencias nefastas para su futuro.
Cuando el gobierno del Dr. Menem sancionó la conocida “Ley de Reforma del Estado”, en virtud de la cual se dio inicio al proceso de privatización de las empresas públicas, no solo se estaba sancionando una nueva ley que permitiese la transferencia de los activos públicos al sector privado; sino que se estaba estructurando un modelo de sociedad donde el Estado debía abandonar su rol de contralor, administrador y/o interventor en las diversas actividades relacionadas con la esfera económica.
En aquel entonces, el Estado fue asociado deliberadamente con el concepto de “ineficiencia”; y, por ende, no debía desarrollar servicios de índole alguna ya que de hacerlo estaba atentando contra la calidad de los mismos requerida por “la mayoría” de los usuarios.
A tal punto, llegaba la "ineptitud" del Estado que lo mejor que podía hacer según “los grandes comunicadores de la época” -opinión estimulada recurrentemente por los grandes medios independientes- era desregular todo tipo de actividad. Así se fueron transfiriendo todo tipo de servicios estatales a mano de las empresas privadas que, obviamente, hicieron pingues negocios no solo quedándose con apetitosos activos abonados a precios irrisorios; sino preservando una rentabilidad monopólica que le garantizaría suculentos dividendos a lo largo de los años. Si a esto le sumamos la ausencia de inversiones genuinas una vez que se apropiaron de dichas empresas, el despojo estatal terminó siendo absolutamente pernicioso para la población en su conjunto.
Los servicios ferroviarios no fueron una excepción de lo que estamos esbozando; cualquier televidente de aquella época recordará como se machacaba con la famosa frase “el ferrocarril da pérdida en manos del Estado”.
Uno de los tantos exégetas de la privatización del ferrocarril era nada menos que Mariano Grondona (un lobbista disfrazado de periodista) que junto a su inseparable y difunto amigo, Bernardo Neustad, pregonaron insistentemente el modelo privatizador. Y festejaron aquella famosa frase pronunciada por Carlos Saúl, cuando los trabajadores ferroviarios pretendían adoptar medidas tendientes a evitar el intencionado desmantelamiento de los servicios para luego privatizarlo, que decía: “ramal que para, ramal que cierra”.
Es indignante observar como el destacado columnista de “La Nación” responsabiliza ahora al Estado de semejante tragedia, siendo uno de los cultores de la desregulación estatal.
Pero volviendo a las responsabilidades políticas, es bueno tener presente hasta que punto se nos engañó con la dicotomía “Estado vs. Sector Privado”, o “Ineficiencia vs. Eficiencia”.
No existen dudas, que cuando el Estado tuvo a su cargo el funcionamiento de los servicios ferroviarios los trenes gozaban de un mantenimiento y conservación adecuados para seguridad de los pasajeros, aun con las injustas restricciones presupuestarias que algunos gobiernos supieron imponer a su estructura. Lo cierto es que ni el Estado era tan ineficiente como maliciosamente pretendieron hacernos creer, ni el sector privado era tan eficiente como nos lo "vendieron". Con el añadido que el Estado continuó -privatización mediante- desembolsando ingentes sumas de dinero a través de la política de subsidios para que los trenes operen con normalidad y para gratificación de los nuevos dueños.
Con esto no estamos formulando la propuesta de reestatizar los ferrocarriles; simplemente, nuestra intención es poner en evidencia hasta que punto quienes asignaban al  Estado la causa de todos nuestros males, no estaban ocultando la verdad para que unos pocos maximizaran ganancias y se promovieran en el país actividades desreguladas que ponían al desamparo al conjunto de los usuarios de los servicios públicos.
Obviamente, reflexionar sobre estos temas no va a reparar el daño causado sobre las víctimas y sus familiares y, como es lógico, poco puede importar en estos momentos hacer presunciones respecto de si este hecho hubiere ocurrido -o no- si la política de la empresa ( para el caso, TBA) no fuere diseñada por propietarios privados. Pero sí es dable interrogarnos que importante es el rol que debe desempeñar el Estado para garantizar la seguridad de sus habitantes en todos los órdenes y como determinada concepción del mismo puede incidir, directa o indirectamente, no solo sobre nuestra calidad de vida, sino sobre nuestra vida misma.
De ese modo podemos inferir que las decisiones que se adopten hoy, tendrán su repercusión a futuro. Y que sucesos en apariencia estrictamente infortunados, no son fruto de la inevitabilidad del destino; sino que se hallan remotamente concatenados con medidas que no generan el hecho en sí, pero crean las condiciones necesarias para que éste tenga lugar en el marco de las probabilidades.
De ahi que sea necesario una investigación profunda del caso en el terreno judicial sancionando a aquellos que por negligencia, impericia, culpa u omisión hayan posibilitado que esta tragedia se desencadene; pero que a su vez, se adopten las medidas políticas pertinentes para que esto no vuelva a repetirse. Máxime teniendo en cuenta que hay otra concepción imperante respecto del rol que debe desarrollar el Estado en nuestro país; y que dista mucho del Estado Ausente que pregonaban quienes hoy se hacen los distraídos.     

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