“El peor analfabeto es el analfabeto
político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No
sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pan, de la harina,
del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El
analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho
diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la
prostituta, el menor abandonado y el peor de los bandidos que es el político
corrupto, lacayo de las empresas nacionales y multinacionales” (Bertolt Brecht).
Cuanta verdad encierran las palabras del célebre dramaturgo
alemán; si bien es cierto que estas expresiones fueron vertidas a comienzo del
siglo XX; no es menos cierto que la vigencia que siguen teniendo, a pesar del
transcurso de los años, no deja de sorprendernos. Claro que podríamos añadir
nuevos aditamentos a la expresión brechtiana, pero no se trata aquí de añadir
más complementos a algo que de por sí ya nos lo dice todo.
Sin embargo, el problema principal, en estos días, consiste,
esencialmente, en cómo erradicar el “analfabetismo político”, cuando los
grandes medios de comunicación masiva se empeñan en “desinformar” (lo que configura
una nueva modalidad de esa clase de analfabetismo) y, por ende, despolitizar a la población mundial; logrando,
de ese modo, sumergir a grandes contingentes de personas en el profundo océano
de la ignorancia. A tal punto se ha llegado en materia de desinformación
política que los niveles alcanzados ya rayan con lo inimaginado.
Se ha trocado definitivamente aquella vieja advertencia de
Gracián: “hombre sin noticias, mundo a oscuras”. Ahora son las grandes
corporaciones mediáticas quienes oscurecen la realidad mundanal con noticias
falaces e interesadas para que “los ojos de la mente” del ser humano, no puedan
discernir lo que verdaderamente acontece.
La deliberada injerencia que los medios de comunicación
ejercen sobre “la visión de la realidad” que un significativo número de “almas”
adopta cual si fuesen propios, sin reparar que son fruto de una construcción
externa, es por demás preocupante.
Por ello, el simple hecho de pensar el riesgo al que se nos
expone si se deja en manos de unos pocos el manejo de los servicios de
comunicación audiovisual es verdaderamente atemorizador. Puesto que “esos pocos”
no solo pueden instalar una versión falaz de los hechos sobre los que se nos
anoticia, sino también distorsionarlos o editarlos “a su gusto” para que,
finalmente, el ciudadano adopte una mirada errónea sobre los mismos y de ese
modo no descubra, ni entorpezca sus inconfesables intereses. No son reducidos
los casos, a nivel mundial, donde incluso han llegado a falsearlos en un ciento
por ciento para que una comunidad crea, lo que de otro modo sería imposible de
creer.
Un claro ejemplo de lo que estamos aseverando nos lo brinda
lo que sucedió en la última campaña electoral en la Argentina. Donde un
periodista inescrupuloso -en consonancia con los intereses del grupo mediático
de mayor poder en el país- se encargó de mancillar la figura de un candidato a
gobernador, por el distrito de mayor caudal de votantes, apelando a un
reportaje televisivo que, desde una cárcel, se le realizó a un delincuente con
la deliberada intención de desprestigiar su figura y con ello evitar el triunfo
del candidato oficial no solo en el ámbito de la provincia; sino también a
nivel nacional. Cosa que se logró merced a la orquestada operación mediática y
a la imputación que el reo en cuestión realizó sin aportar prueba alguna que
corroborara sus insólitas manifestaciones. Ahora resulta que para sorpresa de
todos y ya instalado el nuevo gobierno -esperemos que este hecho se aclare y el
condenado regrese con vida a la prisión- el “entrevistado” delincuente se ha
fugado sin inconvenientes del establecimiento penal en que se hallaba
internado.
Como es razonable apreciar, la concentración de la propiedad
de los medios de comunicación encierra un peligro que puede tener consecuencias
catastróficas para el futuro de cualquier sociedad no solo en lo referente a la
libertad de expresión, sino también en lo referente a las garantías
individuales, ya que un medio puede mancillar deliberadamente la calidad de una
persona en su afán por alcanzar determinados objetivos, generalmente de índole
comercial.
De ahí la necesidad de que el Estado regule legalmente la
actividad comunicacional para que la concentración no desemboque en la
uniformidad de voces, ni en la unilateralidad de miradas que sepulten el juicio
crítico y, con ello, la capacidad reflexiva de la población.
Sin embargo, esto es lo que está sucediendo actualmente en
Argentina, donde el poder comunicacional ha logrado instalar su candidato en la
“Casa Rosada” (casa de gobierno) y ahora procura derogar in totum la democrática “ley de servicios de comunicación
audiovisual” (ley 26522) sancionada en el año 2009; que si bien no es un
obstáculo insalvable para el accionar de los medios más inescrupulosos -generalmente
los medios dominantes-, sí posibilita que el estado regule la actividad
promoviendo la pluralidad de enfoques y resguardando al mismo tiempo los
derechos de quienes trabajan en la estructura comunicacional.
No por casualidad en estos días contemplamos los fuertes
embates que el incipiente gobierno conservador, de Mauricio macri, ha desatado
sobre instituciones como el Afsca (Autoridad Federal de Servicios de
Comunicación Audiovisual) o el Afstic (Autoridad Federal de Tecnologías de la
Información y las comunicaciones). Organismos estos surgidos de una ley
relativamente nueva, debatida oportunamente por vastos sectores de la sociedad
y aprobada por el Congreso de la Nación, que viene a ser parcialmente derogada
y con cierta inmediatez por el gobierno macrista. Lo peor del caso es que
semejante atropello cuenta con el guiño de un amplio sector del poder judicial
que, haciéndose el desentendido ante la intervención decretada por el poder
ejecutivo, omite velar por la verdadera “libertad de expresión” y por el
auténtico funcionamiento de las instituciones.
Esto es sumamente grave; y nos recuerda aquella nefasta
premisa sobre la que se asentaba la propuesta cultural de la más cruenta
dictadura que tuvo lugar en nuestro país y que se sintetizaba en la expresión: “el silencio es salud”. En aquel
entonces la dictadura necesitaba acallar las voces críticas y de protesta para
imponer un modelo de país al servicio del poder económico y para ello contó con
la colaboración explicita de un considerable número de jueces. Fue,
precisamente, “el silencio” el que posibilitó mantener sumida en la ignorancia
de lo que acontecía a la gran mayoría de la población; facilitando, de esa manera,
el imperio de las atrocidades.
Hoy sabemos perfectamente que no estamos ante una dictadura
(si bien el decreto ha pasado a ser el “instituto” predilecto del poder
ejecutivo); por el contrario, estamos ante un gobierno democrático, que goza de
legitimidad de origen pero que ha
escasos días de hacerse cargo parece optar por la desviación del camino
institucional para transitar, sin ninguna clase de pruritos, en la jurisdicción
ajena, esa que conduce a la “ilegitimidad
de ejercicio”.
Ahora se comprende más fácilmente el encono mediático que
tuvo que padecer la anterior Presidenta de la Nación. Y cuán bien lo advertía en
uno de sus habituales discursos como mandataria, cuando sostuvo que los
agravios que a diario le realizaban las grandes corporaciones comunicacionales no
tenían por designio su persona: “no se
equivoquen, no vienen por mí, vienen por ustedes”. Menuda advertencia que es imperativo recordar.
Después de todo, lo que se pretende diría Brecht, es
instalar el reinado del “analfabetismo político” para que en un futuro no
accedan al poder más gobiernos populares capaces de propiciar un modelo de país
distinto al que nos ofrecen los “conspicuos” representantes del establishment
neoliberal.
Mientras tanto, los tradicionales pregoneros del
analfabetismo político se han tomado un extravagante descanso luego del triunfo
de “Cambiemos”. Ya no hay noticias “desmoralizantes”, a pesar de que en escasos
días, y en proporción, abundan. Por ejemplo, el tristemente célebre
“periodista” Nelson Castro ya no visualiza rasgos del “síndrome de hubris”
(adicción al poder) en el nuevo mandatario a pesar de que apela al decreto y no
al Parlamento para legislar. También el habitual escritor de “cartas abiertas”,
Alfredo Leuco, ha renunciado a su vocación epistolar en defensa de la
respetabilidad de los fallos, como sí lo hizo en cambio en el caso de jurisdicciones
ajenas. Concretamente, para respaldar las decisiones del americano juez Griesa,
a pesar de que las mismas perjudicaban notoriamente los intereses de nuestra
nación en beneficio de la ilimitada voracidad de los fondos buitres. Lo notable
es que ahora se llama a un sugestivo silencio cuando el flamante mandatario
argentino desvaloriza la sentencia de un juez nacional, el Dr. Ramos Padilla, en lo que
respecta a la inconstitucionalidad de la designación de jueces de la Corte Suprema
en comisión. Se ve que la bandera a “rayas rojas y con estrellitas” le inspira
una fuerte vocación epistolar al “periodista” en cuestión, que contrasta
ostensiblemente cuando se trata de defender la bandera “celeste y blanca”.
El profundo silencio que han guardado -si bien es cierto
que algunos hasta han defendido el avasallamiento institucional- nos hace
sospechar que todos los auto-declamados “periodistas independientes” trabajan
para el mismo dueño; sino no se entiende como todos, casi sin excepción, han
guardado un silencio sepulcral en estos últimos días. Pues, ya no se oyen voces
en defensa del otrora tan reclamado “republicanismo” que supo ser la insignia
que usó la legión de opositores al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner
quien, por otra parte, en dos mandatos constitucionales fue incapaz de cometer
violaciones institucionales del tenor de las que se vienen produciendo en solo
10 días de gobierno.
Como es factible apreciar la suma de
complicidades en lo que respecta a la imposición de determinado modelo
económico de país va quedando al descubierto. El objetivo es reivindicar la “despolitización
ciudadana”; despolitización que resulta sumamente funcional al modelo
neoliberal. Si hasta para desplazar a las autoridades legítimamente constituidas
se recurre al estigma de que se lo hace por “ser militantes políticos”. ¿Será
por eso que el actual gobierno designó como funcionarios exclusivamente a
gerentes de las grandes corporaciones? Pues, vaya uno a saber, lo cierto es que,
al parecer, ha llegado la época donde “el analfabetismo político” es
susceptible de ser considerado como un valor, conforme a la concepción reinante
en el actual gobierno.