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martes, 25 de noviembre de 2014

Cuando la mediocridad se disfraza de justicia





 






La mediocridad que reina en buena parte de la clase dirigente argentina es fenomenal y reparemos que estamos hablando de “clase dirigente” y no de “clase política”; concepto aquél mucho más extenso y abarcativo que el que representa éste último. Evidentemente, no se trata de instalar la ingenua creencia de presumir que “el virus de la mediocridad” es susceptible de hallarlo en cabeza de “los otros”, mientras que en lo personal gozamos de las suficientes defensas para no ser afectados por el mismo. En absoluto, si el contexto donde nos desenvolvemos esta signado por la mediocridad es muy factible que, en mayor o menor grado, directa o indirectamente incida sobre nosotros.
Así por ejemplo, el grado de exigencia de quien pretenda destacarse en una sociedad de mediocres ha de ser mucho menor que el de quien pretenda realizarlo en una sociedad que persiga la excelencia en todos sus órdenes. Como vemos el contexto, entre otras cosas, condiciona las aspiraciones del individuo; más allá de las excepciones que podemos hallar en toda regla.
Sin embargo, el problema de “la medianía” no radica en sí misma sino en la persistencia a seguir el camino trazado por ella que, indefectiblemente, conduce a la profundización de “lo mediocre”.
Uno de los rasgos más característicos de la mediocridad consiste en desvalorizar y despreciar el uso de “la razón”; después de todo, la gimnasia reflexiva suele ser  un buen antídoto para contrarrestar sus efectos. Pero lógico, el ejercicio del pensar -contrariamente a lo que se supone- ha dejado de ser un procedimiento habitual en la era del desarrollo tecnológico, para convertirse en una especie de excepción. En un mundo singularizado por “la inmediatez”, se hace cada vez más difícil detenerse a pensar; pues, para que hacerlo si otros “piensan por mí”. Para que detenerme en la comprensión de una ecuación matemática si la calculadora lo resuelve al instante, para que esforzarme en comprender lo que sucede en el mundo si basta encender una pantalla de televisión para que un periodista (que tampoco escapa a la mediocridad) me diga no solo cómo van las cosas sino quienes son “los buenos” y quienes “los malos” en el escenario político local e internacional.
Y no se trata de emular a la calculadora con el periodista, “la calculadora” en lo suyo suele ser exacta porque está preparada para ello; el periodista, en cambio, a menudo -lo vemos a diario en nuestro ámbito televisivo- se encuentra insuficientemente preparado y suele ser “inexacto” por interés, por presión de los propietarios de los medios o por el déficit en su formación.
En consecuencia, la mejor manera de escapar al alud de la mediocridad es relacionarse con “el mundo” a través del pensamiento.
Tomemos por ejemplo, el escenario político argentino para ver hasta qué punto se hace difícil soslayar los embates de la mediocridad. Una de las noticias más trascendentes de estos últimos días ha sido el allanamiento dictado por el juez Claudio Bonadío al domicilio fiscal de una sociedad anónima de la que uno de sus accionistas es la actual Presidenta de la República. El motivo de su allanamiento no responde a un hecho delictivo, sino al supuesto hecho de no haber dado de baja el “domicilio legal” declarado oportunamente, sin haber dado a conocer, cosa que la empresa aduce haber realizado, el nuevo domicilio sito en la provincia de Santa Cruz. Es preciso observar que se trata de una empresa hotelera (Hotesur S.A.) que desarrolla sus actividades en la mencionada provincia; por tal motivo es lógico suponer que haya realizado ese cambio de jurisdicción. No obstante, y de no haberlo hecho, en el peor de los casos se trata de un incumplimiento administrativo sancionado con una multa máxima de pesos tres mil ($ 3.000-) -pues, para aquellos que gustan hablar en moneda extranjera, sería aproximadamente poco más de 300 dólares al valor oficial- lo que en definitiva revela la irrelevancia de la cuestión.
Sin embargo, el pedido del fiscal, Carlos Stornelli, sobre el que ya pesan algunos cuestionamientos anteriores en lo que a su proceder respecta,  y a instancias de una “dirigente política” local (Margarita Stolbizer) no solo fue satisfecho de manera inmediata (en menos de 24hs.), sino que orquestadamente se le dio una trascendencia mediática desproporcionada. Claro, no menos desproporcionada que la decisión del controvertido juez que cuenta en su acerbo con nueve pedidos de juicio en el Consejo de la Magistratura por mal desempeño al momento de administrar justicia. Seguramente, luego de este injustificado accionar contará con un pedido más.
Lo cierto, es que para obtener una información de estas características era suficiente con librar un oficio; pero el polémico y no muy escrupuloso juez opto por “armar” toda una misa en escena, al parecer, a pedido de los opositores mediáticos para mellar la imagen en alza de la presidenta. De ese modo el “show” terminó con el allanamiento a un departamento vacío y con un costo de movilización (piénsese en el traslado del juez y funcionarios judiciales, los policías afectados al operativo, etc., etc.) superior al monto en dinero estipulado para este tipo de incumplimientos administrativos. Por suerte, el único periodista que acompañó el allanamiento no fue pagado por el Estado sino por su empleador: el Grupo Clarín.  
Una vez montado el operativo, los medios hegemónicos se encargaron de hacer lo suyo que consistió en sobredimensionar el hecho para que aquellos ciudadanos que desconozcan el normal desarrollo en este tipo de infracciones lo visualicen como si fuese un delito.
No obstante, si intentásemos pensar estos hechos nos daríamos cuenta de que algunos de los mitos más pronunciados en estos últimos tiempos carecerían de sustento. A saber:
-          “El gobierno ejerce un control absoluto sobre el Poder Judicial. No existe el estado de derecho”.
Si así fuere un juez federal no podría desarrollar un procedimiento semejante ante una nimiedad de estas características. Sin embargo así lo ha hecho, después de todo, quien “puede lo menos, puede lo más”. Y en ese aspecto el juez Bonadío es todo un ejemplo de la independencia del poder judicial; pues, cada vez que se formula la posibilidad de ser juzgado en el Consejo de la Magistratura, inmediatamente reacciona con medidas de esta naturaleza. Que distraen a la opinión pública y obstaculizan el tratamiento de sus irregularidades en el Consejo. Lo que demuestra definitivamente (y prescindiendo de las sentencias adversas al gobierno que no son pocas) que el Poder Judicial lejos está de ser controlado. Y sin embargo, se lo califica como un gobierno “nazi”.
-          “Los jueces no hacen política y mucho menos política partidaria”.
Otro de los tradicionales mitos. Guste o no los jueces hacen política a través de sus interpretaciones judiciales; podrá decirse que las mismas se fundan en el derecho vigente; pero aun así siempre hay un margen de maniobra para la discrecionalidad judicial.
En cuanto a que no hacen política partidaria es evidente que no lo hagan ostensiblemente, pero nadie ignora que actúan en función de sus simpatías. Tomemos a Bonadío por ejemplo, ha sido secretario de Carlos Corach -quien fuera ministro del interior de Carlos Menem-personaje más que influyente durante los gobiernos menemistas. ¿Alguien puede suponer que posteriormente fue designado para impartir justicia de manera independiente? ¿No fue esa época en la que se calificaba a la Corte Suprema como “la mayoría automática” por ser incondicional aliada del Poder Ejecutivo?  Se podrá decir que Bonadío no integraba la Corte, pero sí era funcionario de gobierno, lo que revela una clara identificación política. Lo mismo acontece con algunos miembros de la Corte que, obviamente, renunciaron a su pertenencia política al ser designados. Pero volviendo a Bonadío a demostrado en no pocas ocasiones sus simpatías por Massa.  Lo que no sería descalificable si sus sentencias y su proceder no estuviesen reñidas con la justicia.
Para peor, si a esto le añadimos que los miembros políticos de la oposición se esfuerzan en hacerse eco de esta clase de noticias con el propósito de garantizar su aparición en los medios, justificando, a su vez, operaciones de esta naturaleza; no es disparatado concluir que “la mediocridad avanza”.
De ahí que la mejor manera de procurar no ser afectado por ella es apelando a la razón. Claro que el contexto no ayuda; por el contrario, hay más defensores del “desierto” (el vacío de la sin razón) de lo que uno supone. Y no quepan dudas que la Presidenta de la República, con sus aciertos y sus errores, sigue siendo un muro de contención ante tanta mediocridad.   

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