Alguna vez Émile Chartier, más conocido como Alain, sostuvo: “la justicia no existe por eso hay que hacerla”. Y cuánta razón encerraba semejante expresión; pues, partiendo de la veracidad de este juicio, es lógico inferir que “lo dado”, aquello que existe de antemano, la realidad mundanal, es esencialmente injusta. De lo contrario, es decir si fuese “justa” poco (o nada) tendría que aportar el hombre para preservarla. Lamentablemente no es así, de ahí que un sector -tal vez minoritario- de la humanidad se esfuerce, a través de los siglos, en querer modificar una “realidad” que parece asentarse sobre los pilares de lo injusto.
Tarea nada sencilla por cierto, máxime teniendo en cuenta lo
dificultoso que resulta no solo mostrar las injusticias que imperan en el mundo
(no olvidemos que en la actualidad, y en su gran mayoría, los medios de
comunicación son maestros del ocultamiento), sino lograr que la población
mundial se informe fielmente de lo que acontece y a partir de esa “información”
-que por cierto le es negada- se comprometa en la compleja tarea de construir
la justicia.
Claro que una cosa es “hacer justicia” y otra muy distinta
es “inventarla”. En todo caso, “hacer justicia” es poner fin a una situación
injusta o revertir una circunstancia inequitativa hasta tornarla justa; e “inventarla”
es no modificar en los hechos situación alguna dejando que subsista la
manifiesta inequidad.
Por cierto, la
invención nunca se asienta sobre criterios de verdad; al fin de cuentas una
“verdad inventada” no deja de ser una mentira. Y a la mentira siempre se apela para
ocultar determinados intereses, pues, de esto puede dar cátedra la prensa
comunicacional hoy en día.
Pero volviendo a “la Justicia”, en el marco institucional, una
parte no menor en la construcción de la misma corresponde al denominado Poder
Judicial que es, conforme a nuestra Carta Magna, el encargado de administrarla.
Sus miembros, obviamente, deberían bregar por la justicia con el mayor de los
recelos y evitar que “la invención” interfiera en sus investigaciones. Ahora
bien, cuando los propios miembros del mencionado poder no solo hacen lugar a “denuncias
inventadas” mediáticamente o, lo que es peor aún, a “invenciones” formuladas en
su propio seno, ya la realidad se torna extraordinariamente preocupante porque
nos encontramos en los umbrales de la degradación de la justicia. Hechos éstos
que conducen, tarde o temprano, a dinamitar la credibilidad de la población en el
normal funcionamiento de las instituciones.
Una de las tantas modalidades inventivas, y que por
desgracia no pocas veces ha tenido lugar en materia de justicia, es la de hacer
lugar a falsas imputaciones sobre personas que sin estar involucradas en un
injusto son utilizadas a los efectos de distraer la atención, evitando con ello
la auténtica persecución de la justicia. Este tipo de procederes -no privativo
de nuestro país- responde a objetivos políticos no manifiestos que, en
complicidad con los grupos mediáticos concentrados, intentan impactar sobre la opinión pública a los efectos de
manipular “el pensar” de la ciudadanía. Procederes que, por otra parte, suelen
multiplicarse durante los denominados “años electorales” con la deliberada
intención de orientar el voto hacia aquellos candidatos que garanticen los
intereses de “los ingeniosos inventores”.
Evidentemente la red de complicidades que posibilita esta
clase de “invenciones” siempre es difícil de desentrañar porque existe un
número ilimitado de protagonistas que, en diferentes grados de representación,
responden a una pluralidad de intereses (mayoritariamente del establishment) y
cuyo único objetivo consiste en obstaculizar la construcción de la justicia
impidiendo, de ese modo, que ella cobre existencia.
Resulta obvio que la eficacia de la invención requiere de un elemento adicional, nos referimos al sentido
de la oportunidad, que es el elemento que posibilitará la expansión de sus
efectos. Esto es precisamente lo que acontece en la Argentina de hoy, los
medios de comunicación dominantes cabalgando sobre un hecho desgraciado
ocurrido la semana pasada (nos referimos a la “masacre de Charlie Hebdo”) en
Paris se empeñaron en “hacer creer” que el gobierno argentino asumió una
posición “light” o de tibieza ante el atentado terrorista.
El recurso es soez, no solo porque el gobierno, a través de
los distintos foros internacionales denunció siempre al terrorismo de donde proviniese
destacando aquello de que “no existen muertos de primera o de segunda” (es
decir, tan repudiables son las muertes inocentes en Francia, como las
perpetradas en Ucrania, Palestina o Afganistán), sino que al calor de un hecho
que nos duele, desde una concepción humanista, se intente desnaturalizarlo para
desestabilizar a un gobierno.
Vemos aquí como un hecho repudiable y doloroso pero ajeno a
nuestra realidad es “tomado oportunamente” por los medios dominantes para
direccionarlo contra un gobierno legítimamente constituido.
Ahora bien, creado artificialmente este “clima
descalificador” aparece en escena un “nuevo personaje”, a saber: un fiscal,
Alberto Nisman. Quién a lo largo de varios años, y siendo su directa responsabilidad,
no desarrollo -a juzgar por las expresiones de los familiares de las victimas-
eficazmente el esclarecimiento de otro
atentado terrorista que sí ocurrió en nuestro país, el atentado a la AMIA. Lo
cierto es que el fiscal, “olvidándose” de su magro o nulo aporte, sale a la luz
pública con el propósito de denunciar al gobierno de Cristina Fernández por la
firma de un Memorándum de Entendimiento con la República Islámica de Irán que,
según su apreciación (¿“invención”?), estaba destinado a encubrir a los autores
del hecho a cambio de garantizar una operación comercial. Dicha operación
consistía, según Nisman, en la obtención de petróleo iraní a cambio de granos
argentinos.
La realidad indica que Argentina no compró una sola gota de
petróleo iraní, que paradojalmente a actitudes de “encubrimiento” este gobierno
fue el que en el seno de las Naciones Unidas reclamó que Irán concediera las extradiciones
reclamadas por la justicia argentina, que según la visión de los familiares de
las víctimas del atentado este es el gobierno que más hizo por el
esclarecimiento de la causa. Sin embargo, los medios se esmeran en diseminar
como cierta la denuncia formulada por el controvertido fiscal.
Obviamente, excepto raras excepciones del periodismo
gráfico, pocos mencionan los cables que, oportunamente, Wikileaks hizo públicos
y donde se dejo constancia del especial trato que el mencionado Nisman tenía con
la embajada americana donde, al parecer, discutía la orientación de la
denominada causa AMIA.
¿Usted se preguntará porque un fiscal argentino tenía que
discutir los detalles de un caso judicial ocurrido en el ámbito de nuestra
jurisdicción en una representación diplomática extranjera? Nosotros también. Pero
el mediático fiscal no se ha molestado en brindar explicaciones al respecto.
Por supuesto, para los medios dominantes esos pormenores no
cuentan. Como tampoco cuenta que la narración de un fiscal carezca de
fundamentos sólidos; al fin y al cabo, ya estamos acostumbrados a la
insustentabilidad de determinadas noticias. Lo malo no es solo que carezcan de
sustento -lo que en cierta forma, revela el absoluto desinterés por la verdad-,
sino que se manipule ininterrumpidamente a la población con argumentos
inconsistentes.
El propósito, ya lo sabemos, no es este el gobierno con el
que simpatizan los grandes grupos corporativos: ni mediáticos, ni judiciales,
ni sindicales, ni financieros, ni las grandes cadenas de supermercados, ni los “buitres
del Norte”. Solo resta despertar el rechazo de la población y para ello todo es
válido. Incluso la mentira desproporcionada.
De ese modo, quizá sin darnos cuenta, hemos asistido al
asesinato de la verdad. Pues, la verdad
ha muerto a instancias del poder mediático; pero como vemos, no solo ellos se
han empeñado en matarla, son varios los que han colaborado (y colaboran, no sea
que “resucite”) en esa indigna tarea. El problema es que matando a la verdad,
es imposible hacer justicia.
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