“La justicia no existe, por eso hay que
hacerla” (Alain)
Con que simpleza, y con cuanta elegancia, este filósofo
francés puso en evidencia semejante verdad. Es obvio que, en el proceso de “realización”,
suele haber avances y retrocesos. Después de todo, son los miembros de la
comunidad, los encargados de dar “vida” a lo inexistente. Y aquí finca el mayor de los problemas, ya que al
momento “del hacer”, no todos
conciben el mismo modelo de Justicia.
No obstante, no quepan dudas que el mejor arquetipo de justicia
posible, ha de ser aquel que se asiente sobre sólidos cimientos democráticos. Y
esta ha sido, precisamente, la discusión que se desarrolló a lo largo de estos
últimos tiempos en el seno de la sociedad argentina. Discusión que no tuvo un “final
feliz” ya que uno de los poderes públicos, concretamente el Poder Judicial,
anteponiendo criterios corporativos, puso cese al avance democratizador.
El hecho tuvo lugar con la declaración de
inconstitucionalidad de cuatro artículos de la ley 26.855; evitando, en
consecuencia, la elección popular de los miembros del Consejo de la
Magistratura. Dicho Consejo es un órgano político que, conforme a lo dispuesto
por nuestra Constitución, será: “regulado por una ley
especial sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros
de cada Cámara, y tendrá a su cargo la
selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial” (art.114).
A su vez, el mencionado artículo continúa diciendo:
“El
Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio
entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección
popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la
matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito
académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”.
La Corte haciendo hincapié en que “la primer fuente de interpretación de la
ley es su letra”, si bien sugiere vagamente indagar la intención del legislador,
divide el párrafo en cuestión en dos partes. La primera, donde interpreta que el
artículo establece para los jueces y para los abogados, la representación estamentaria.
Y, la segunda, donde se hace alusión a la integración del
Consejo por personas del “ámbito académico y científico”. Respecto de esta
disposición sostiene que por mencionárselos en segundo orden, dichas personas “no tienen asignado un rol central”. De
lo que se puede llegar a inferir que la Constitución establece una suerte de
jerarquía entre los miembros del Consejo; a tal punto de reducir a la mínima
expresión la eventual participación de
los representantes del “ámbito académico y científico”. Si hasta podríamos
llegar a considerarlos una suerte de integrantes pasivos, de segundo orden, que
la Carta Magna los mencionó accidentalmente.
A los efectos, son encomiables los fundamentos del voto disidente del Dr.
Zaffaroni quien en sus considerandos sostiene que la reforma constitucional del
año 1994 “se caracterizó por perfilar instituciones
sin acabar su estructura. En ocasiones se tiene la impresión de que simplemente
marcó trazos gruesos que se limitaron a esbozar órganos y competencias muy
lejos de la ingeniería necesaria para delinear una ingeniería institucional”.
Para luego añadir que el texto
constitucional de referencia “delegó la
tarea de finalizar la estructuración del Consejo de la Magistratura en una ley
especial sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de
cada Cámara. En esta línea tampoco se definió su integración, pues el texto
incorporado se limita a indicar los estamentos representados, sin señalar
números ni proporciones, dado que solo impone que se procure el equilibrio. Es
claro que equilibrio no es sinónimo de igualdad, y ni siquiera procurar es lo
mismo que deber. Deber procurar significa que se debe hacer un esfuerzo en pos
del equilibrio, pero nada más”.
Más adelante en otro de los considerandos, el reconocido jurista de renombre
internacional, sostiene: “En cuanto a la
independencia de los consejeros, y su reflejo sobre la independencia judicial,
devenida la necesidad de que los candidatos sean postulados por los partidos
políticos, cabe observar que el concepto de independencia es doble: la hay
externa, pero también interna, dependiendo la última de que el poder disciplinario,
en materia de responsabilidad política y de presión interna del Poder Judicial,
no sea ejercida por los órganos de mayor instancia, que es la esencia del concepto
de corporación o verticalización”.
Posteriormente Zaffaroni ahuyenta aquellos fantasmas a los que alude la
causa (en referencia con la dependencia externa) cuando se vincula a los
eventuales miembros con los partidos políticos diciendo: “…no es posible obviar que es inevitable que cada persona tenga una
cosmovisión que la acerque u aleje de una u otra de las corrientes de
pensamiento que en cada coyuntura disputan poder. No se concibe una persona sin
ideología, sin una visión del mundo”. “El juez –y en este caso el consejero-
una vez designado es independiente de todo partido, y no está sujeto a sus
órdenes ni mandatos. Si alguno se somete a esta condición, esto no será resultado
de la elección, sino de su propia falla ética, al igual que sucede con los
jueces, si acaso alguno se considera vinculado o sometido a la fuerza política
que incidió en su nombramiento”.
Los argumentos de Zaffaroni son más que
esclarecedores y ponen de manifiesto sutilmente algo que suele ocurrir en los
hechos. Nadie ignora que, hasta el momento, el Consejo de la Magistratura fue una rémora para el mejor funcionamiento de la Justicia.
La cantidad de jueces subrogantes que aún
perduran (y, por desgracia, se siguen designando) en la administración judicial es una muestra
más que evidente del mal desempeño del Consejo. Por otra parte, ¿quién puede
afirmar que los miembros integrantes del Consejo han sido personas apartidarías
que solo respondían a criterios independientes? ¿Acaso alguien puede sostener seriamente
que los consejeros Alejandro Fargosi -de
estrechos vínculos con el PRO- o el juez Ricardo Recondo (ex funcionario
radical) carecían de vínculos políticos?
Sin duda, el reciente fallo de la Corte
dejo un sabor por demás amargo para el ciudadano consustanciado con los valores
democráticos. Es conocida la raíz aristocrática -por no decir
ultraconservadora- del Poder Judicial; sin embargo, uno siempre anhela que los
representantes de ese poder impongan criterios que posibiliten la construcción
de la Justicia.
A esta altura de los tiempos, se hace
difícil creer en una Corte que interpreta un artículo (para el caso el art. 114
de la Constitución Nacional) en estricto sentido literal, donde hasta ese mismo
enfoque resulta suficientemente controvertido; y no hace una rígida
interpretación de ese mismo artículo, concretamente el inciso 3, donde se
establece que “el Consejo de la Magistratura
debe administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la
administración de justicia”. Porque eso sería, ni más ni menos, retirar de
manos de la Corte el manejo discrecional de los fondos, tal cual acaece hoy en
día.
Porqué confiar en la “infalibilidad” de un
poder que para garantizar la continuidad de un ministro de la Corte, el juez
Carlos Fayt, no reparó en sancionar una acordada que le permitiese ser miembro
integrante con 95 años de edad; desconociendo , de ese modo, la edad máxima (75
años) establecida en nuestra propia Constitución Nacional. No es de temer
obviamente el pasado político (en el Socialismo
Democrático) del juez en cuestión, a
pesar que en su fallo cuestiona la pertenencia partidaria. Sí, en cambio, es preciso recordar que es el yerno de uno de
los dueños del periódico “La Nación”. Hecho este que debería, cuando menos, “inhabilitarlo”
(sería saludable que lo hiciese por motu proprio)
para entender en el futuro fallo sobre
la ley de medios, ya que el Grupo Nación es uno de los más enconados opositores
a la entrada en vigor de esta ley democrática.
Pero finalizando con la Suprema Corte porqué
confiar en la “equidad” en su presunto “espíritu no corporativo” si en otra de sus
acordadas decidió declarar inaplicable una ley que los obliga a pagar el
impuesto a las ganancias.
Estos son solo algunos ejemplos que inducen a la ciudadanía a suponer que el corporativismo está
férreamente instalado en buena parte de los supremos. Sin duda, y conforme a lo
que expresan, tenemos criterios de justicia disímiles con buena parte de sus
miembros. No existen dudas que la “justicia corporativa”, es una manera de
facilitar la inexistencia de la justicia. Solo la democracia nos permitirá,
como bien lo destacaba Alain, darle existencia a la Justicia.
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