La predisposición a universalizar su teoría ha sido la
ambición de todo teórico; en ese contexto, el autor de una tesis despliega todo
su esfuerzo a los efectos de no presentar fisuras en la estructura argumental
de su obra. Ahora bien, si partimos del presupuesto de que la realidad es
extremadamente compleja y, por ende, la mente humana no está en condiciones de
captarla en su totalidad; es lógico concluir que teoría y realidad jamás podrán
superponerse simétricamente.
Sin embargo, los
paradigmas teóricos -especialmente aquellos que responden a las denominadas
ciencias sociales-, en mayor o menor grado, siempre han contado con una faceta
cautivadora que permitió, a lo largo de los tiempos, la conquista de adeptos
que (ignorando las limitaciones de toda teoría) se lanzaban “a las calles” a
propagar la teoría de referencia como
si, la misma, encerrara en sí el germen de la verdad.
Seria extenso -y, obviamente, excede nuestro conocimiento- pretender
analizar cuantos paradigmas cobraron existencia con el propósito de legitimar
situaciones de hecho preexistentes (como, por ej., la teoría de la esclavitud en
la antigüedad) y cuantos fueron ganando terreno, por motu proprio, en el campo de las ideas hasta ser aceptados por la
mayoría de los miembros de una comunidad en un momento histórico determinado.
No obstante, lo que
sí podemos mencionar es que la historia de la humanidad nos provee de un
sinnúmero de “teorías” (esclavistas, racistas, religiosas, de inferioridad de
la mujer, maniqueístas, lombrosianas, del derecho divino, e incluso económicas
como la neoliberal, etc., etc.) que
hegemonizaron el pensamiento de una época, algunas de ellas causando grandes
catástrofes en vidas humanas, y que fueron dejando su impronta de generación en
generación perdurando aun, hoy en día, a través de muchos prejuicios sociales.
Hoy somos conscientes que “la verdad” es una construcción humana y como toda obra del hombre está sujeta
a las variaciones del tiempo y del espacio. Pues, nadie en su sano juicio
podría aseverar, por ejemplo, que la verdad del mundo medieval es
exactamente la misma que la verdad del mundo contemporáneo.
Con esto no queremos minimizar las injusticias y atrocidades cometidas bajo el amparo
de “la verdad” en el mundo del Medioevo, ni tampoco las que
se cometen en el mundo actual. Simplemente, intentamos decir que la verdad
(como ya lo han expresado una pluralidad de pensadores a lo largo de los
tiempos) es una construcción cultural que, instalada en un determinado momento
histórico, responde a las necesidades de los grupos dominantes existentes en
cada una de las sociedades.
Se podrá decir que ante el fenómeno globalizador las
sociedades dominantes imponen “paradigmas universales” a las sociedades
subalternas, y por cierto que es así; solo que para ello deben contar con la
colaboración de los grupos de poder dominantes arraigados en cada lugar. Lo que
acontece actualmente en los países periféricos de Europa es una clara muestra
de lo que estamos manifestando; al igual de lo que aconteció en la Argentina
durante el reinado en la era neoliberal.
Sin embargo, es muy
común que cuando se habla de la verdad il
uomo qualunque no acostumbre a
referenciar ésta con las relaciones de poder existentes en el seno de una
sociedad determinada. Si, por el contrario, el hombre común tuviese en cuenta
esa faceta de la realidad; muchas de las “verdades” que hoy se profesan se
desvanecerían en el aire casi instantáneamente.
Tampoco debemos olvidar que el lenguaje no es neutral, en
consecuencia, condiciona la manera de interpretar la realidad.
No es fruto de la casualidad que los medios de comunicación
incidan tanto sobre la percepción de la realidad en buena parte de la
población; después de todo, diariamente, acceden a nuestros hogares predicando su
palabra a cada uno de los oyentes y/o televidentes en forma
ininterrumpida. Son verdaderamente sorprendentes las diferencias que uno
observa al dialogar con un hombre influenciado culturalmente por su afición a
la TV y con quien no se encuentra bajo su influjo.
Por ejemplo, es digno de observarse como en los últimos
tiempos (y, fundamentalmente, a raíz de la sanción de la ley de medios de
comunicación audiovisual) los canales de la TV privada se han empeñado en
descalificar al gobierno equiparándolo a una “dictadura”.
Sin duda, establecer
un paralelismo entre un Estado de Derecho y una dictadura es una aberración,
tanto política como jurídicamente hablando. No hace falta ser un
constitucionalista para discernir una cosa de la otra. Solo quien desconozca las
más elementales formas de gobierno que han existido a lo largo de la historia
de la humanidad no estaría en condiciones de percibir tamaña diferencia.
Sin embargo, en su afán por descalificar al gobierno, los
medios reportean a un conjunto de distorsionadores políticos que se empeñan en
repetir falazmente (al igual que un número destacado de “periodistas estrellas”
signados por la mediocridad y el mercantilismo) semejante paralelismo. De esa
manera contemplamos anonadados como se recurre a la mala fe para confundir y
desgastar el auténtico significado de los conceptos; que terminan siendo
utilizados con propósitos oscuros. Logrando, entre otras cosas, que un oyente o televidente desprevenido internalice como cierta semejante falsedad.
Así, en virtud de esa manipulación deliberada, las nuevas
generaciones podrían llegar a interpretar -erróneamente por cierto- que si una “dictadura”
es equivalente a la existencia de un estado de derecho (como sucede con el
gobierno de Cristina Fernández) puede que no sea un instituto político
deleznable. Cuando en realidad sí lo es.
Lo que no expresan estos señores es que una dictadura
gobierna bajo el estado de sitio, que suprime la libertades y garantías
individuales, que practica la censura previa, que dispone el arresto de las
personas sin necesidad de orden judicial pertinente, que sustrae a sus
ciudadanos de sus “jueces naturales”, que impide el derecho de reunión de las
personas, que conculca los derechos políticos de la ciudadanía, que según su
grado de crueldad ejecuta, o hace desaparecer, ciudadanos indefensos sin derecho
alguno y que su único fundamento y sostén en el poder es el uso indiscriminado
de la fuerza.
Una portavoz oficial de este ejército de “desnaturalizadores
de conceptos” es la diputada “Lilita Carrió” -recientemente “asociada” a Pino
Solanas- que se “arroga” ser la abanderada anti-corrupción; pero que no cesa
recurrentemente en corromper los auténticos significados de los conceptos. Cualquiera
podría argüir que esta señora "no goza de sanidad de juicio”, cosa que
no creo; de ser así, sería la única persona en esa condición que los medios interrogan (en los hechos apadrinan) para que vierta sus opiniones. Lo cierto es que no solo
califica de dictadura al gobierno de Cristina Fernández; sino que emparentó a
la actual Presidente Constitucional de los argentinos con el ex dictador
Leopoldo Fortunato Galtieri.
Demás está decir que además, es una absoluta falta de respeto para
todos aquellos argentinos que tuvieron que soportar las sangrientas decisiones
de un auténtico dictador que envió caprichosamente a la guerra a buena parte de
una generación.
Generación ignorada absolutamente por la mayoría de los
gobiernos (y entre ellos, alguno de los que la Sra. Carrió formó parte) y que
recién ahora -a más de tres décadas de la Guerra de Malvinas- está siendo
considerada por políticas de estado, en virtud del valor y el sacrificio
desinteresado puesto de manifiesto al momento de defender a la Patria.
Indigna escuchar expresiones de esta naturaleza; que solo
son “entendibles” si se las relaciona con los intentos destituyentes (antiguamente se los conocía
como golpistas) de un sector minoritario de la sociedad.
Como también indigna las expresiones vertidas en la última asamblea
de la Mesa de Enlace realizada esta semana en la Sociedad Rural de Santa Fe.
Nada más que en ese aspecto han sido mucho más sinceros al sostener que: “El
problema que tenemos es frenar al
gobierno. Después, pongámonos de acuerdo en cómo nos distribuimos la riqueza
del campo”.
Si, a esta altura, alguno tiene dudas que el embate de los medios, la
desnaturalización de los conceptos y las reacciones de los grupos de poder, no
están al acecho de potenciales propósitos destituyentes, pues, puede llamarse
entonces un verdadero optimista.
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