Suponer que estamos en condiciones de explicar el porqué del
resultado de los comicios en Argentina sería un exceso de presuntuosidad de
nuestra parte. En principio porque no hay un patrón común sobre el cual se
fundamente el voto de cada ciudadano. Pues algunos lo hacen sobre criterios de
racionalidad, otros sobre la base de la intuición, otros sobre impulsos
sentimentales, otros en función de lo que determinan los medios hegemónicos,
otros atendiendo a un conjunto de prejuicios (culturales, ideológicos, sociales
e incluso raciales), algunos -como es lógico esperar- conforme a su interés
personal; y otros a raíz de su pertenencia partidaria. Están obviamente
aquellos que lo hacen posicionados desde su perspectiva individual y otros en
función de lo que lo que conciben como conveniente para las mayorías o
necesario para el país. De ahí que procurar efectuar una interpretación
universal que nos lleve a encontrar la causa determinante del resultado de la
elección es una pretensión que raya en lo quimérico.
Cierto es que en determinados momentos históricos pueden
aparecer causas que induzcan a la ciudadanía a manifestarse en bloque y en
forma homogénea en una contienda electoral. Pero esto generalmente suele
suceder en situaciones de crisis económico-social sumamente graves; donde el
anhelo de la población, por superarlas, se manifiesta de manera casi unánime. El
mismo fenómeno puede producirse ante la presencia de un gran líder carismático capaz de reunir un elevado número de voluntades
detrás de su propuesta; si bien es cierto que ésta clase de liderazgos suelen
aparecer en períodos similares; es decir, en aquellos signados por una profunda
agonía social. No por casualidad la proliferación de estos liderazgos tuvo
lugar en Latinoamérica después del “huracán neoliberal” que azotó a la región
durante las décadas del 80 y de los 90.
Lo concreto es que un sector importante de la sociedad
argentina, estando lejos de esa
situación y habiéndose recuperado significativamente de los devastadores
vientos de aquel entonces; parece añorar -y así lo demuestran los resultados
electorales- los catastróficos soplos huracanados. Resulta difícil comprender,
más allá del desgaste típico que ocasiona el ejercicio del poder gubernamental,
porqué la respuesta ciudadana orientó su voto hacia un candidato que no solo
públicamente se jactó de calificar al ex presidente, Carlos Saúl Menem como “un
gran estadista”; sino que cuenta en su equipo de economistas con los más
rancios neoliberales que aplaudieron –y peor aún, ejecutaron- a rajatablas el
endeudamiento sistemático iniciado por Martínez de Hoz y continuado por Domingo
Felipe Cavallo.
No faltará alguno que apele al pueril, y mediocre argumento,
de que el candidato del FPV incursionó en la política bajo “la bendición” del
propio Menem. Hecho que no desconocemos, ni concebimos en él, la figura de un
revolucionario. Pero más allá de ese antecedente, nadie en su sano juicio puede
imaginar que un candidato que llega al poder de la mano del Kirchnerismo va a
emprender un proceso desregulador y privatizador en la Argentina como sí lo
propugna, si bien subrepticiamente, el candidato oficial del establishment: Mauricio
Macri.
Tampoco es lo mismo un candidato que se comprometió de
antemano a seguir fortaleciendo los vínculos regionales con nuestros hermanos
del Mercosur; a otro que se encargó recurrentemente de asistir a la embajada
americana para recibir consejos y solicitar que le pongan freno a las
iniciativas del gobierno kirchnerista.
Obviamente son muchas las diferencias políticas que
existieron, al menos a lo largo de estos últimos años, entre estos dos candidatos.
Uno se opuso a la estatización de YPF, de Aerolíneas Argentinas, de las AFJP,
de la transmisión de “futbol para todos”, de la sanción de la ley de
fertilización asistida, de la ley de matrimonio igualitario; por solo citar
algunas. Mientras que el otro acompañó cada una de esas iniciativas. El primero
se llama Mauricio Macri; y el segundo, Daniel Scioli. Uno de ellos será el
futuro presidente de los argentinos; pues, resulta entonces razonable
preguntarnos: ¿Dónde radica el peligro?
En la figura de un candidato que aspira a despolitizar la
sociedad argentina como aconteció en los años 90 y volver a la ola privatizadora,
retrotrayéndonos, de ese modo, a la década neoliberal; o en la figura de Daniel
Scioli que, sin ser un candidato que despierte demasiado entusiasmo, sabemos
que no nos va a hacer retroceder del camino transitado.
Solo la necedad exacerbada puede conducirnos a dar un paso
hacia al abismo; de ahí que sea preciso reflexionar al efecto.
No se trata de ampararnos en el futuro con la cómoda
expresión de “yo no lo vote”. Al fin y al cabo; el no votar encierra una
decisión y esa decisión no es neutra, contrariamente a lo que muchos suponen.
El abstencionismo en el próximo ballotage es funcional a la derecha más
recalcitrante que hay en el país y, más aún, termina siendo funcional a los
dictados del imperio hegemónico en el plano internacional. Porque, entre otras
cosas, la política exterior que asuma el gobierno argentino en los foros
internacionales va a estar condicionada por la concepción política del futuro
presidente. Ni hablar del rol que puede asumir Argentina en un contexto
geopolítico internacional donde a todas luces se visualiza el fin de la
hegemonía unilateral, con un candidato que cree que “aislarse del mundo” es no
priorizar exclusivamente nuestra relación con EEUU.
Sin duda el factor principal del crecimiento del caudal
electoral de Cambiemos (Macri) se debió indudablemente al papel desarrollado
por la Corporación mediática (Clarín) qué, a través de sus canales de
televisión, no solo se encargó de ocultar los centenares de procesos en que
está sumergido el líder del PRO; sino que a su vez, se ocuparon de “ensuciar” a
los candidatos del FPV con operaciones mediáticas falsas, de modo de
desacreditar su imagen y ahuyentar a sus votantes. Basta comparar el
tratamiento mediático que desplegaron recurrentemente sobre la persona del
actual Vicepresidente de la Nación, Amado Boudou por dos (2) causas judiciales
y la nula repercusión que, en esos mismos medios, tuvieron las más de
doscientas (200) causas judiciales que pesan sobre las espaldas de Mauricio
Macri.
Ahora bien, si con un gobierno adverso a sus intereses, la
Corporación mediática pudo ignorar la ley de medios, “enchastrar” a todo aquel
que se le oponía en su camino y manipular la información engañando dolosamente
a la ciudadanía; es dable imaginarnos que será capaz de hacer si su candidato
se sienta triunfante en “el sillón de Rivadavia”.
Como vemos el ballotage no da lugar a cavilaciones y mucho
menos a abstenciones. Puede que algunos ciudadanos incurran en el error por
desconocimiento y voten incluso en contra de sus auténticos intereses. Puede
que algún asalariado vote a un candidato como Macrí, cuyos asesores reclaman la
supresión de las paritarias, sin reparar en lo pernicioso que eso resultará
para su bolsillo ; pero aquellos que conocemos el sesgo que ha de tener su
gobierno, no podemos ser indiferentes a estas cuestiones. De ahí que el voto en
blanco, en estas circunstancias, es una manifiesta agresión a la inteligencia.
Hace muchos años, con meridiana precisión, lo definía un
destacado líder político argentino del siglo XX; con el que seguramente, de
haber sido contemporáneos, hubiésemos tenido más de una discrepancia. No
obstante, eso no es impedimento para reconocer su notoria inteligencia, la
misma que le hizo decir: “Hombre que está
pensando en poner un blanco sin definición en la urna no merece tener hijos.
Porque está faltando al compromiso que tiene contraído con ellos”.
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