En el año 2012 la jueza Elena Liberatori dictó un fallo
ordenando al gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a urbanizar la Villa
Rodrigo Bueno, de la Costanera Sur. La sentencia que determinaba que el asentamiento fuera
incorporado al Programa de Radicación e Integración de Villas, establecía que la
administración porteña debía proveer los servicios básicos (agua, luz, gas,
cloacas) a las más de 3000 personas -donde prácticamente el 50% de ellas son
menores de edad- que habitan el mencionado barrio y realizar aquellas obras de
infraestructura para tornar habitable el lugar en cuestión.
Ante semejante sentencia, la alcaldía porteña, lejos de
atender y satisfacer las necesidades de la población, optó por apelar el fallo
y abstenerse de realizar las obras exigidas. Bien lo señaló el delegado
barrial: “Es una vergüenza, a todos los vecinos de la villa nos asombra que un
político que pretende ser presidente de la nación apele una resolución que
obliga a proveer agua potable para nuestros niños”.
Indudablemente, no menos vergonzosa fue la sentencia dictada
por la Sala II de la Cámara de Apelaciones qué el año pasado anuló la
resolución de la jueza, eximiendo al gobierno porteño de la obligación de
atender esa clase de necesidades.
Lo cierto es que mientras en el terreno judicial se ventilan
estas cuestiones -y donde los criterios de “justicia”, como podemos apreciar,
son tan disímiles que no resulta extraño encontrarnos con fallos diametralmente
opuestos, algunos de ellos capaces de prolongar en el tiempo (como bien lo
permitió la Cámara de Apelaciones) una situación extremadamente injusta- los
habitantes del lugar, no solo no obtienen una equitativa respuesta acorde con
sus demandas; sino que, por el contrario, deben contemplar pasivamente la
producción de hechos trágicos, absolutamente evitables de haber contado con
gobiernos dotados de un mínimo de sensibilidad social.
Uno de estos hechos trágicos a los que hacemos referencia
sucedió hace poco más de un mes cuando el niño Gastón Huaman falleció al caer
en un pozo ciego, de aproximadamente unos 4 metros de profundidad, el pasado 9
de marzo.
Es menester señalar que el mencionado pozo suele ser
desagotado por la UGIS (Unidad de Gestión e Intervención Social de la
administración de la Ciudad) y al decir de los vecinos no con la frecuencia
necesaria, que además se encuentra deseñalizado, lo que imposibilita que la
totalidad de los habitantes del lugar conozcan su exacta ubicación.
Lo cierto es que si bien los vecinos hicieron un denodado
esfuerzo para rescatar al niño; una vez logrado el dificultoso rescate, la
ambulancia del SAME no solo tardó según cuentan los habitantes del barrio más
de cuarenta minutos en llegar; sino que una vez hecho su arribo, se negó a
entrar en el interior del barrio, lo que determinó que los propios vecinos
debieran trasladar al pequeño a cuestas para ser atendido por los médicos. Lo
concreto es que el impúber Gastón falleció y es muy factible que de haber sido asistido
a tiempo no estaríamos lamentando éste hecho trágico y mucho menos si las
elementales obras se hubieren realizado como lo exigía la sentencia de primera
instancia.
Lamentablemente, el niño pasó a formar parte del triste
registro de seres inexistentes; no obstante, si uno observa con un poco más de
agudeza la tragedia en cuestión, podrá percibir que buena parte de los
habitantes de las distintas “villas porteñas” configuran de antemano una suerte
de “ciudadanos fantasmas”. Y lo de ciudadanos es, en verdad, un eufemismo, ya
que si bien en el plano estrictamente formal gozan de un cúmulo de derechos; en
el plano material sus reclamos son desoídos recurrentemente lo que implica que
los mentados “derechos” rara vez pueden ejercerse.
Así mientras el gobierno de la Ciudad los ignora, y la
justicia no atiende a sus reclamos más elementales; los grandes medios -en
connivencia con el ejecutivo porteño- los invisibilizan, cual si no existiesen,
a los efectos de no dañar la imagen del actual jefe de gobierno, Mauricio
Macri, que se encuentra en plena campaña electoral.
Lo doloroso de este hecho trágico -que por otra parte no es
el único- es que no solo pone de relieve
la ausencia de políticas destinadas a contemplar las necesidades sociales; sino
que deja al desnudo cual es la consideración que la administración macrista
tiene del “factor humano”.
Cuando un gobierno “flexibiliza” los controles sobre los
edificios que se construyen en la ciudad y que culminan derrumbándose y
ocasionando pérdidas humanas irreparables (40 derrumbes desde el año 2008),
cuando se permite operar a una empresa en condiciones de seguridad
absolutamente inaceptables sin ajustarse a la reglamentación vigente (caso Iron
Mountain) que, y como consecuencia de un incendio, terminó arrojando un saldo
de nueve víctimas fatales, cuando acontecen sucesos como los de Gastón, es
dable preguntarse si dentro de las
prioridades de gobierno se encuentra el
género humano como elemento a tener en cuenta al momento de ejecutar
políticas.
Sin olvidar obviamente los atropellos cometidos contra los
internados en el Hospital Borda o las “expediciones punitivas” contra los sin
techos en los espacios públicos controlados por la UCEP (Unidad de Control de
Espacios Públicos), sería un buen ejercicio detenernos un momento a pensar
porqué suceden estas cosas en el ámbito capitalino.
¿Por qué hay, al parecer, un estereotipo “deshumanizador”
que condena a determinadas personas a no ser escuchadas cuando formulan
reclamos sumamente imprescindibles? ¿Acaso la década del noventa nos ha
extraviado tan completamente que ha hecho que una franja de la población sea
incapaz de pensar en términos humanitarios? ¿Se puede elegir como gobernante a
alguien que se niega a proporcionar los servicios básicos para un número
considerable de personas? ¿Es coherente, por ejemplo, respaldar a un candidato
a gobernador (entre ellos: Miguel Del Sel) que recurrentemente hace alarde de
un discurso misógino en un contexto social caracterizado por la violencia de
género?
La realidad indica que se puede elegir gobernantes
despojados del más mínimo criterio humanitario, porque para una franja cuantitativamente
importante de nuestra población, contrariamente a lo que sostenía Terencio,
“todo lo que es humano le es ajeno”. O en su defecto tienen una concepción muy
restringida del alcance de la palabra “humano”.
Es duro reconocerlo y
hasta resulta indignante preguntarse ¿qué clase de hombres (y en el término se
incluyen las mujeres) pueden elegir esa clase de gobernantes?
Sorprende que una sociedad que se dice cristiana no repare
en estas cuestiones o acaso será absolutamente real aquella célebre expresión
de un destacado filósofo alemán cuando sostuvo que “en el fondo, nunca hubo más
que un cristiano, y ese murió en la cruz”.
Un discurso temerario
En línea con esta postura está comenzando a aflorar un
discurso peligroso. Indigna sinceramente escuchar las voces de algunos
comunicadores sociales (entre otros, “Baby” Etchecopar) denigrando a quienes perciben un subsidio y
calificándolos de “basura inmunda”. Obviamente, solo un “descerebrado” puede
congeniar con esos argumentos; se podrá decir que la misma condición (de “descerebrado”)
se deberá tener para escuchar a esos “comunicadores” -cosa que acepto
evidentemente-, pero la práctica del zapping, en ocasiones, nos brinda esta
clase de imprevistos.
Ahora bien, existe una llamativa creencia (y como toda
creencia absolutamente infundada) que supone que la gente que vive en condiciones de precariedad o en la marginalidad lo hace por una elección propia.
Como si vivir en esas condiciones fuere el resultado de un acto absolutamente
voluntario. Quienes esto afirman, no reparan que esa existencia es consecuencia
de un proceso histórico ajeno a la voluntad de los denominados “marginales”. No
faltarán los “imbéciles” (y recordemos la diferenciación: “idiota es el incapaz
de hablar, el imbécil de hablar inteligentemente) que recurran al argumento
típico: “yo conozco a uno que cobra el
subsidio y esta todo el día en la calle”, obviamente, como bien se dice, la
excepción confirma la regla.
Pero aun así, si la gran mayoría de “los subsidiados” adoptara
esa modalidad -cosa que no ocurre- sería consecuencia de antecedentes
históricos que habrían determinado que eso suceda. Y no estamos haciendo
referencia a la historia individual de cada uno (si bien eso forma parte
inescindible de nuestro ser) sino a la historia reciente de nuestro país, y
cuando digo reciente me refiero al período
dictatorial incluyendo también a la década del noventa que, en el orden
económico-social, ha sido una “continuidad lineal” respecto de aquél modelo.
No se escucha cuestionar demasiado, por ejemplo, (me refiero
a los “grandes comunicadores”) la fuga de
divisas, precedente indispensable para desarrollar la otrora masa de
desocupados que supo llegar a niveles exorbitantes (26% de la población) en la
década del 90.
Dicha “fuga”, que alcanzó niveles “descomunales”, posibilitó
el desfinanciamiento del país acentuando el derrumbe de nuestra economía y
dejando un ejército de desocupados
por debajo de la línea de pobreza. Esto incrementó y consolidó el desarrollo de
amplias franjas de barrios carenciados a lo largo de nuestro país. Donde, por
cierto, sus habitantes fueron adoptando las “nuevas modalidades de vida” que ya no
eran las del “hombre trabajador”, sino la del “hombre desocupado”.
Nadie puede ignorar aquello de que “la existencia determina la conciencia”, si bien no en términos
absolutos; tampoco en términos desdeñables. La experiencia de vida va forjando,
de alguna manera, nuestra “visión de la realidad” y construyendo pautas
culturales susceptibles de ser modificadas a medida que adquirimos
conocimientos. Y no se puede pretender la revalorización espontánea de la
supuesta “cultura del trabajo” cuando esa “cultura” le fue negada
sistemáticamente a toda una generación. Es más, hasta cuesta comprender como la
gran mayoría de los habitantes de los barrios tan humildes se esfuerzan por
encontrar un trabajo digno y mejorar su condición de vida a pesar de habérsele
vedado el acceso laboral recurrentemente a lo largo de los años.
Lo cierto es que esa gran masa de la población condenada a
la marginalidad y al desempleo no eligió encontrarse en esa situación; sino que
fueron víctimas de un modelo económico y social configurado para beneficios de
unos pocos. Esos mismos “pocos” que obtenían pingues ganancias en el país y
luego se llevaban sus dólares al exterior despojando al país de las divisas
necesarias para su crecimiento económico y configurando, de ese modo, el
verdadero drama de la desocupación. Hoy los serviles
voceros de esos pocos, a través de los medios de comunicación -cuyos propietarios,
entre otras cosas, encabezan la lista de grandes “fugadores”- critican la
existencia de subsidios a las familias carenciadas.
Cualquiera que se tome el trabajo de indagar al respecto
podrá corroborar que los “subsidios dinerarios” destinados a la población de
menos recursos son irrelevantes si los comparamos con los subsidios que en
materia de energía se les otorga a la mayoría de las empresas, lo mismo
sucedería si lo cotejamos con los “subsidios” que recibe esa amplia franja de
hogares con recursos suficientes para afrontar las facturas de los servicios
públicos; sin embargo, otra vez otra vez comienzan a hacerse oír aquellas voces
que condenan todo tipo de asistencia social.
Muchos de los que reproducen estos “argumentos” ignoran qué,
esa asistencia posibilita una mayor demanda en el mercado interno, evitando la caída
del empleo en un contexto mundial de crisis y reactivando la economía nacional
porque, precisamente, el dinero que perciben los “beneficiados” vuelve al propio sistema económico.
Contrariamente a lo que sucede cuando los abanderados de “la fuga de divisas”
se empeñan en sustraer dinero de nuestra economía para trasladarlo al exterior.
El discurso del “excesivo gasto público” que buena parte de los gurúes de la
economía, algunos candidatos de la oposición y otros tantos “periodistas
independientes” vienen desarrollando se orienta en esa dirección; es decir, en
la que propugnan los apologistas de la fuga.
Como vemos esta cuestión que pasa inadvertida para mucha
gente, no es para nada menor; está en juego el porvenir de una nación, está en
juego un modelo de sociedad que puede ser capaz de extenderle su mano al
prójimo, como viene ocurriendo a lo largo de esta última década, o ignorarlo
definitivamente. Pero eso sí, sí de esto se trata, se le exige a la vez a “los
ignorados” que, en el marco de su exclusión, cumplan a rajatabla con el cumplimiento
de sus obligaciones que, por cierto, no son de naturaleza tributaria.
Esta última concepción es la que abrazan estos “apolíticos
desideologizados” que aspiran a conducir los destinos de nuestro país invocando
a “todos”, pero que al momento de diseñar sus políticas solo “escuchan a sus
asesores” que, por otra parte, suelen ser los representantes de unos pocos. Claro
que, fuera de lo político, con Macri y con Del Sel va a “estar buena la Argentina”.
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