Es muy común en la Argentina el apego, de un sector de la
ciudadanía, a una visión sesgada de las cosas. Lógicamente, esto no es fruto
del azar, sino de la permanencia (piénsese en la dictadura y en la década del
90) de un modelo de sociedad inspirada sobre la base del pensamiento
neoliberal.
En aquellas etapas, la entronización de la
fragmentación del saber era el esquema dominante no solo en los ámbitos
educativos propiamente dichos (Universidades, enseñanza media, institutos
terciarios, etc.), sino en los medios de difusión masiva que, a su vez, se
encargaron de alimentar la idea de que un conocimiento técnico separado del
resto de los saberes, era la mejor opinión, que debía tener en cuenta nuestra
población, para nuestro devenir como sociedad.
Así se fue instalando un esquema de análisis parcializado
que sin tomar contacto con el “Todo”, nos proporcionaba una serie de soluciones
teórico-prácticas destinadas a mejorar cada área en particular; como si la
sumatoria de las distintas áreas diera lugar a la construcción de una sociedad
perfecta.
Obviamente, ese “esquema de pensamiento” dio lugar a que un
conjunto de especialistas (fundamentalmente los “especializados” en materia
económica y de corte liberal) se convirtiera, casi mágicamente, en portadores
de “una excelentísima autoridad” para sugerir lo que debía realizarse, o
desecharse, en el ámbito de nuestro país. Consagrando, de esa manera, el
reinado de la técnocracia.
Pero, como en todo reinado, las intencionalidades no fueron
visibles; y lo que se ocultaba detrás era “dinamitar” las relaciones humanas y
disciplinarias en su totalidad. De ahí, la sobrevaloración, en esos mismos
tiempos, del “espíritu individualista” en detrimento de la conciencia
colectiva; hecho por el cual, aún seguimos “pagando” algunas consecuencias.
Lo concreto es que todavía perdura esa visión sesgada y, por
cierto, los periodistas (al igual que una franja de economistas) que, por
entonces, promocionaban esa manera de “contemplar” la realidad, lo siguen
haciendo con el propósito de embaucar a los desprevenidos.
Así observamos, como en estos últimos días, vuelven a agitar
el fantasma de la inflación (ver tapa de La Nación del día: 13/12/2013) para
hacer creer que es el mal endémico que, por otra parte, carcome el cuerpo
social de nuestro país y que nos va a postrar, definitivamente, en estado de
agonía.
Por cierto, una vez hecho este diagnóstico, las sugerencias
son las de antaño: reducir el gasto público, “enfriar” el consumo popular,
elevar las tasas de interés, no distribuir la riqueza (entiéndase mejoras de
salarios y/o jubilaciones y pensiones), promover una brusca devaluación -como
si esto no fuese “una distribución de riqueza” a favor de quienes más tienen- y
rebajar la presión impositiva. Claro que este enfoque inflacionario descarta de
cuajo cualquier análisis que intente relacionar la inflación con una estructura
económica oligopolizada, con especulaciones en la cadena de comercialización o
con tentativas devaluacionistas.
Cualquier “ingenuo” podría coincidir, en una primera
instancia, con librar una batalla
descarnada contra la inflación; que para ser honestos no es tan preocupante en
el marco de las relaciones laborales existentes (acuerdos de salarios,
paritarias, etc.). Sin embargo, sería bueno imaginarse cuál sería el costo que
esa receta sugerida nos facturaría en el corto plazo y, para ello, solo basta
con conocer la historia reciente de nuestro país, con el agravante de que
estamos inmersos en un contexto de crisis internacional que, al parecer,
algunos no se han dado por enterado.
Es bueno memorizar que no fueron pocas las veces que, estos mismos
predicadores, nos han "vendido" una pluralidad de “Milagros Económicos”
(podríamos citar desde los denominados “Tigres asiáticos”, el modelo chileno,
peruano y, últimamente, el modelo, recientemente derrumbado, de Letonia, por
mencionar algunos) fundados específicamente en la evolución de los indicadores
macroeconómicos que presentaban determinadas naciones.
Lo verdaderamente “milagroso” resultó ser que en cada uno de
estos ejemplos, la política económica aplicable, era ni más ni menos, que “las
políticas de ajuste y austeridad” que requerían el padecimiento y esfuerzo de
las grandes mayorías; mientras que, providencialmente,
se acrecentaban las arcas de un sector minoritario de la población.
La verdad es que la permanencia milagrosa, temporalmente
hablando, era tan efímera que cada tanto se debía encontrar un “nuevo milagro”
para convencernos de las bondades de los ajustes neoliberales. Lo concreto es
que, en determinados casos y transitoriamente, los números mejoraban en una
primera instancia y eso era signo suficiente como para elevarlos a la categoría
de ejemplos universales.
En consecuencia, y vistos de ese modo, es decir en forma
aislada, podían sonar agradables a los oídos de los oyentes que se deleitan con
las cifras.
Pero claro, en la mayoría de estos ejemplos -por no decir en
su totalidad- no nos mostraron la realidad que se ocultaba detrás de los
números. A saber: explotación laboral, trabajo infantil a destajo, “salarios”
que sirven para potenciar el hambre de quienes trabajan, grandes masas de la
población que perciben insignificantes porciones de la riqueza de un país,
creciente marginalidad, desmesurada concentración de riqueza en unos pocos,
etc., etc. Pero eso sí, países que en su momento llegaron a poseer una
inflación inexistente.
Como vemos la visión sesgada de las cosas, más que “una
visión”, es la imposibilidad de ver más allá de lo que nos muestran.
Dijimos alguna vez que: Las causas no se ven, si no es
mediante “el ojo de la razón”, y cuanto más afinada este la misma (la razón),
mucho más nítidas se verán aquellas. Ahora bien, si para verlas optamos por
colocarnos las “lentes de contacto” que nos proporcionan los medios de
comunicación, es muy probable que la visión se torne de “alta fidelidad”, pero
solo en materia de efectos; ya que en lo que a "las causas" se refiere es altamente
probable que las invisibilice, o peor aún, las confunda deliberadamente con los
efectos. Lo que en última instancia, es procurar que “la razón” se pierda en el
laberinto de las confusiones.
De ahí que sea siempre necesario mantener abierto los ojos del
entendimiento; al fin y al cabo, es la mejor manera de desvanecer a los
fantasmas.
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