Luego de finalizadas las audiencias convocadas por la Corte,
previo a la decisión de su sentencia respecto a la constitucionalidad de la ley
de medios audiovisuales; no son pocos los argentinos que estamos a la espera
del respectivo fallo.
Algunos entendimos que el procedimiento requerido por los
supremos, en referencia a los “amicus curiae”, tenía por objeto dilatar, un
poco más en el tiempo, la materialización del fallo en cuestión. Por cierto que
no se encontraban indicios para semejante resolución ya que, a todas luces, la
ley no presenta vestigios de inconstitucionalidad.
Sin embargo, aun así en los pasillos tribunalescos, y previo
a las audiencias, se comentaba que las opiniones entre los miembros, de nuestro
órgano judicial más importante, estaban divididas. Aspiramos a creer que, para
la mayoría de los cortesanos, luego de
las presentaciones realizadas por los supuestos ajenos al litigio (amicus
curiae) y por los representantes de las partes, quedó francamente evidenciado
quienes defendían la libertad de expresión – y por cierto, el derecho a la
información- y quienes defendían la libertad de empresa, bajo la égida de la
libertad de mercado. No obstante, nuestra aspiración no deja de ser un anhelo y
solo se verá corporizada, o no, mediante la decisión del máximo tribunal.
Entre tanto, es importante observar como la estrategia
discursiva desarrollada por el monopolio comunicacional, a partir de la sanción
en el Congreso de la mentada ley (ley 26522), logró instalar una “visión
prejuiciosa” ante determinados sectores de
la opinión pública. Primero, acusando al gobierno de querer “silenciar las
voces opositoras” con la nueva ley de servicios audiovisuales. Claro que las
supuestas “voces opositoras” todas respondían -y responden aun- al mismo jefe;
lo que en verdad suprimiría el uso del plural para hablar estrictamente de “voz
opositora”. Y esto independientemente de haberse sumado con posterioridad otros
aliados circunstanciales (por ejemplo: La Nación y Perfil) que, mantienen
estrechos vínculos ideológicos y comerciales con el Grupo Clarín.
Lo cierto es que se encargaron, a través de su enorme
poderío audiovisual y de prensa escrita de hacer creer que la nueva norma era
un atentado a “la libertad de expresión”. Con el transcurso de los días y al amparo de
la resistencia ofrecida por algunos jueces de instancias menores -que tranquilamente
podían haber oficiado de amicus del Grupo si no fuese porque están vedados de
hacerlo- se fue recrudeciendo la crítica (en muchos casos infundada) del
multimedios hacia el gobierno y las respuestas de éste en “legítima defensa”
contra el más grande concentrador mediático de nuestro país.
De ese modo, se fue
configurando la falsa idea de que el conflicto surgía de un choque de intereses
entre el gobierno y el Grupo Clarín; soslayando que lo que está en discusión, y
en peligro para nuestra sociedad, es “el derecho a la libre información de la
ciudadanía”.
La democratización de la información es necesaria para
garantizar la veracidad de las noticias. Si se reduce esta cuestión a una mera
disputa entre partes, estamos poniendo en riesgo quizá uno de los derechos más
significativos de nuestra era: el derecho a una información veraz. Bien señalaba Gracián: “hombre sin noticias,
mundo a oscuras”; de ahí que se torna excesivamente peligroso dejar la información
concentrada en pocas manos; máxime cuando esas manos solo procuran “hacer negocios”.
Si se permite la existencia de monopolios de esta
naturaleza, estamos posibilitando que a futuro los ciudadanos de éste país
lleguen a vivir en un mundo ficticio
creado por el poder comunicacional, donde ya no se trataría solo de una
mutilación a la libertad de expresión; sino de condicionar definitivamente la
propia libertad individual. Casi a la manera de Truman Burbank , el
protagonista (Jim Carrey) de la conocida película “The Truman Show”.
De ese modo el porvenir estaría en manos de los poseedores
de los medios y solo de su “buena voluntad” dependería la veracidad de la
información. La experiencia nos demuestra, al menos en el caso argentino, que
no ha sido la buena voluntad lo que
caracterizó al proceder de los monopolios locales; sino su avidez mercantil.
En fin, la decisión ahora depende de siete magistrados; son
ellos quienes pueden inclinar “la balanza de la historia” en un sentido u otro.
Claro que los
supremos pueden ofrecer soluciones intermedias que traten de “compatibilizar
intereses” en una cuestión donde a decir verdad, y por lo que está en juego, no
hay nada que compatibilizar.
Lo peor que puede hacer la Corte es tratar este litigio como una cuestión entre
partes; procurando hallar el “justo
medio”, cuando en esta cuestión no hay
medio que pueda asignarse la calidad de justo.
Por el momento, seguiremos en la incertidumbre y solo nos
resta esperar como dice la vieja y no siempre certera frase tribunalicia: “que
los jueces hablen a través de su sentencia”. Esperemos que, en esta ocasión,
los jueces “hablen” tomando como valor absoluto la libertad y no precisamente
la de mercado.
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