Es una verdad de perogrullo afirmar que, en los tiempos que
corren, las relaciones humanas se encuentran cada vez más profundamente
mercantilizadas. Sin lugar a dudas, el factor determinante para que ello suceda
ha sido el exagerado desarrollo del capitalismo consumista que, a medida que se
expande, va estrechando los márgenes de las acciones no mercantiles.
Y no porque el
capitalismo “en sí mismo” sea inmoral; al fin y al cabo, la moral tiene su
razón de ser exclusivamente en el proceder humano. Sin embargo, eso no impide
reconocer que un sistema de estas características (donde todo gira alrededor de
la acumulación de dinero) promueve, en los hechos, comportamientos amorales e
incluso inmorales.
Sabemos, desde Kant
en adelante, que una acción moral es aquella que se rige por el desinterés. Es
decir, aquél proceder que se realiza sin
segundas intenciones; esto es, sin
esperar recompensa o beneficio alguno, tanto material como de cualquier otra
índole. Por ejemplo, si una persona
desarrolla una acción para obtener algo a cambio (a pesar de que en los hechos
no lo manifieste) no está ejecutando una acción moral; tampoco si ofrece una
limosna a un mendigo sí supone que, con ello, se ganara “el acceso al reino de
los cielos”.
Ambas acciones están recubiertas de un interés latente; en
el primero, la obtención de una contraprestación o recompensa y, en el segundo, “la adquisición”
-imaginaria, por cierto- de una “visa de acceso” al tan ansiado “paraíso”. Lo
concreto es que ante semejantes ejemplos se estaría, y según el enfoque del
filósofo prusiano, reduciendo “al otro” a la categoría de “medio” para la
consecución de un fin. Hecho éste que despojaría a esa clase de acciones del
más mínimo contenido moral. “Obra de tal modo que uses a la humanidad,
tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y
nunca como un medio”, solía sugerir Kant.
Es obvio que semejante premisa moral es incompatible con el
sistema económico imperante, en consecuencia, sugerencias de esta naturaleza
resultan prácticamente de una inaplicabilidad absoluta. ¿Porqué? Por la simple
y sencilla razón de que lo económico-comercial, esta signado por el interés,
mientras que lo moral está determinado por las acciones buenas y,
absolutamente, desinteresadas.
Lo mismo acontece en el terreno político, pues, confundir la
política con la moral distorsiona, muchas veces, nuestra visión de los hechos y,
como consecuencia de ello, nos condena a
extraer conclusiones extremadamente erróneas. ¿Porqué? Porque la política es
por esencia conflictiva, puesto que en ella se disputa el poder. Y solo hay
disputa de poder cuando están en juego los intereses. Llámese
intereses de la mayoría o de una minoría, de los exportadores o de los
importadores, de los industriales o de los ruralistas, de los especuladores o
de los asalariados, nacionales o antinacionales, pero intereses al fin.
Esto no significa que el
hombre político deba ser un “ser amoral”; por el contrario, es precisamente
en el terreno de las convicciones donde mejor se visualiza la calidad moral del
individuo; pues, no olvidemos que “las normas éticas” -a diferencia de las
legales- brotan del interior mismo de
nuestra conciencia. Hecho éste que suele traer aparejado más de un
inconveniente al momento de adoptar decisiones políticas.
Porque si bien, uno no puede despojarse de sus convicciones morales, tampoco puede
ignorar que, como ya lo hemos mencionado, la política no es una actividad desinteresada. Un claro ejemplo de lo que
estamos expresando se dio con la sanción de la denominada “ley de matrimonio
igualitario”, donde un conjunto de legisladores (y hasta la propia Presidenta
de la República, para el caso una de las impulsoras) que se decían
identificados con la “moral cristiana”, y se siguen reconociendo como
católicos, aprobaron y apoyaron la consagración de la norma. ¿Porqué? Porque se
trato de adoptar una decisión política, despojada de “condicionamientos morales”,
y como tal enderezada a tener en cuenta el interés de una franja importante
de la población.
Claro que para un agnóstico, como el que suscribe, está
ponderable decisión puede ser concebida como una actitud moral, pero lo cierto
es que se trato, específicamente, de una firme determinación política, fundada
en criterios de equidad y razonabilidad. Porque como bien suele destacar un
filósofo contemporáneo, apelando a una frase de Alain, “la moral nunca es para el prójimo”. ¿Se imaginan si cada uno intentase
instalar compulsivamente su concepción moral por sobre la del prójimo? Sería,
lisa y llanamente, un mundo de fanáticos; donde los componentes de racionalidad
brillarían por su ausencia.
Por suerte no es así, la adopción de criterios morales
siempre es una decisión personal, no impuesta de manera compulsiva. No
obstante, el hombre que se digne llamar político
debe abrazar, inexorablemente, un conjunto de principios éticos que si bien no
deben condicionarlo al punto de convertirlo en un “autómata principista”; sí
deben orientarlo en el desarrollo de su accionar político.
Acaso el antagonismo total entre nuestras “convicciones” y
nuestro proceder diario, ¿no sería todo un síntoma de inmoralidad? Si esto es
así, cómo puede un “dirigente político” expresar un día una cosa y luego, al poco
tiempo, sostener un enunciado diametralmente opuesto a lo que predicaba. ¿Cómo
deberíamos llamar a eso? ¿Inmoralidad, amoralidad, ausencia de convicciones,
oportunismo, arraigada mendacidad?
Actitudes semejantes, solo serían susceptibles de despertar
nuestra hilaridad si se tratase de comedias televisivas que pretendieran emular
a ese genial comediante, del siglo pasado, popularizado bajo el nombre de Groucho Marx. Cuando, en uno de sus
tradicionales films, extraía del
interior de su chaqueta una especie de manuscrito aduciendo aquello de: “Estos son mis principios, si no le gustan
tengo otros”.
Sin embargo, y pese a su frondosa imaginación, Groucho jamás habría supuesto que su conocida frase
iba a tener connotaciones pedagógicas
sobre una vasta franja de la dirigencia política argentina. Lo podemos
verificar en la reciente campaña en algunos de los aspirantes a la legislatura
nacional, como por ejemplo: Francisco De Narváez. Que hasta el año pasado se
refería al ex secretario general de la CGT, Hugo Moyano, diciendo “que se comporta como un matón y no como un
dirigente sindical”, para añadir luego, “la
gente está harta de patoterismo”. Lo mismo sostuvo el 20/8/2011 cuando en
el cronista.com expresó sus sentimientos hacia Moyano diciendo “Ojalá la CGT esté pronto en manos de otro
dirigente sindical”. Sin olvidar
que en junio de ese mismo año, el por entonces aliado de Ricardo Alfonsín,
expresaba -ver Los Andes On line 23/6/2011- “Moyano
va a ir en cana porque está metido hasta las manos”, en referencia a la
denominada causa de los medicamentos.
Claro que el ex titular de la CGT no se amedrentó y arrojó
sus dardos verbales sobre “Ese señor
colombiano, que no supo administrar un supermercado y quiere administrar una
provincia”.
Lo sorprendente es que hoy marchan todos juntos en la misma
lista, integrada además por otros popes sindicales (Piumato, Plaini), que, por
entonces, para congraciarse con su reverenciado jefe salían a efectuar
declaraciones furibundas contra el empresario devenido en político.
Sin embargo, sería injusto, de nuestra parte, sostener que solo
estos señores se amoldaron a “las enseñanzas grouchianas”; por el contrario,
casi todo el arco opositor (incluido casi la totalidad de los denominados “periodistas
independientes”, quienes alientan la unidad opositora sobre la más absoluta
ausencia de criterios) trabaja en consolidar esta clase de alianzas reñidas con
los más elementales principios.
Así Solanas, que se
asumía como un hombre de “izquierda”, cuestionaba a Elisa Carrio diciendo hace
escasos dos años que “la señora Carrio,
se corrió muy a la derecha en todos estos años”. Por su parte la mentada
dirigente intentaba, hace un tiempo, descalificar a “Pino” afirmando: “No vayan a creer que nació en Fuerte
Apache, sino que nació en San Isidro y filmó en París”, agregando que “los únicos que pueden defender a la Nación
no son los simpáticos, son los que saben”. Y con ello aludía al presunto”
saber” que, a su antiguo parecer, representaba el economista “neoliberal”,
Alfonso Prat Gay; quien ahora -alejado de “Elisa”- integra el “Frente
Progresista” de “centro izquierda” donde conviven quienes elogian la situación
político-social de la República de Ghana como un ejemplo a imitar, los que
públicamente (Binner) sostienen que de ser venezolanos hubieran votado a
Capriles (en su elección contra el
extinto líder Hugo Chavéz), los que acusan de “mafioso” (Barletta) el proceder
de la Afip por enviar una carta al presidente de la Corte Suprema de Justicia a
los efectos de regularizar sus deudas con el organismo, etc. etc., etc.
No menos práctico ha sido el massismo (en referencia a Sergio Massa) que configuró
su lista desprovista de toda consideración ideológica; lo que le permite una
extremada flexibilidad, a cada uno de sus miembros, para adoptar cualquier tipo
de posturas. Incluso las más contradictorias -aunque como pudimos observar
también sucede con el resto- si bien se espera de ellas cierta afinidad con las
necesidades del establishment.
Todos ellos se sienten convocados por lo que podríamos denominar: “La configuración
de la nada política”. Se comportan como
aquellos matrimonios de la antigüedad, en donde ambos contrayentes se unían
para satisfacer simplemente las exigencias paternas (en este caso, sustituidos
por los poseedores de los medios hegemónicos), sin fundarse en lazos comunes, proyectos colectivos, ni predisposición “amorosa”
alguna.
Lo único que los une es evitar el progreso o la
consolidación “del otro” -para el caso, el kirchnerismo- rechazando y
criticando, en consecuencia, toda propuesta o iniciativa oficial. No importa
que la iniciativa en cuestión sea buena o beneficie al mayor número de nuestros
compatriotas.
Lo importante, para
ellos, es acogerse a otro de los postulados pedagógicos de nuestro querido Groucho
cuando decía: “Estuve tan ocupado
escribiendo la crítica que nunca pude a sentarme a leer el libro”.
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