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domingo, 10 de abril de 2011

Cuando la información raya con el racismo y éste con gobernantes afines.





En nuestro artículo titulado Pensamiento colonial , xenofobia y Villa Soldati del 12/12/2010 hacíamos referencia al modo como fue estructurándose la forma de pensar de buena parte de la ciudadanía porteña desde los tiempos coloniales. Y como, esa estructura de pensamiento se fue configurando al calor de un modelo político-económico que tenía por objeto garantizar la acumulación de riqueza de un círculo pequeño de hacendados en detrimento de una población creciente.
Así, y con el designio de justificar la no inclusión de la mayor parte de nuestros habitantes al modelo económico predominante en aquél entonces, se fue diseñando una "política cultural" para nuestro país cuyo propósito consistía en distorsionar la verdad histórica y manipular la realidad en beneficio de la élite gobernante.
No por casualidad, un destacado militar y profesor de historia sostuvo en cierta ocasión aquello de:
                 Se ha pretendido hacer creer al pueblo que esa logia funesta de demagogos representaba a la clase dirigente del país, su élite, y que como tal estaba formada "por sabios, ricos y buenos". Hay que observar que "los sabios rara vez son ricos y los ricos rara vez han sido buenos"

Lo cierto, es que esa “clase dirigente” instrumentó criterios de “racionalidad” donde los "valores" eran dignos de buscarse en la Vieja Europa y los "disvalores" -conforme a esa concepción- se hallaban intrínsicamente incorporados al territorio americano; con excepción claro está de la América del Norte. 
Nadie reniega como bien nos enseñaba ese gran pensador nacional, Don Arturo Jauretche, de los aportes y valores universales (en este mismo blog -reparen en su nombre- hemos citado las enseñanzas de más de un filósofo europeo); por el contrario, debemos nutrirnos de los mismos, reflexionar sobre ellos, e incorporarlos si es preciso, pero siempre situados desde la perspectiva de nuestra nacionalidad.
La Argentina se debe ver con ojos argentinos y no con las lentes prestadas por el extranjero. Hay que pensar el mundo desde la Argentina y no dejar que el mundo piense por nosotros. 
Pero el reproche, obviamente, no debemos dirigirlo al pensamiento europeo que, en esos tiempos, estaba influenciado por un conjunto de teorías ridículas y absurdas que fueron surgiendo  a posteriori  del descubrimiento de América. Entre ellas, y como bien lo señala un libro de reciente publicación, las obras de Buffon y De Pauw en el siglo XVIII, donde se hizo extensiva “la teoría de la inferioridad biológica de los animales americanos a los habitantes del Nuevo Mundo” (1).
Sería excesivo mencionar aquí las distintas obras que alimentaron esta creencia europea y que abrazaron sin vacilaciones -indudablemente por interés- las supuestas élites latinoamericanas.
Tampoco es el propósito de la presente nota; pero si es menester hacer hincapié en ello, en virtud de  la connotación racista que aun subsiste en cierta población porteña (y en algunas franjas elitistas del interior del país) que no deja de tener relación con la ideología expresada por el pensamiento europeizado impuesto por los círculos gobernantes desde la conformación de nuestra patria. Aquél lema sarmientino de “Civilización o Barbarie” caló hondo en nuestra formación cultural y su impronta no será borrada del todo hasta que no se realice, eso que podríamos denominar: justicia historiográfica.
Claro que, buena parte de los medios de difusión nacional tampoco quieren borrarla. Al fin de cuentas si empezamos a revisar la historia desde nuestros orígenes, no solo descubriremos como se instaló el pensamiento colonial en nuestro país; sino también como los grandes medios colaboraron en su instalación. Pero esa es una cuestión aparte, ahora limitémonos a observar como el virus del racismo todavía subsiste y continua propagándose, directa o  indirectamente, por esos mismos medios.
Si alguna duda le queda, basta con leer la brillante nota que adjuntamos de Mario Wainfeld publicada, en Página 12, en el día de hoy:

 ”Un hombre” sin nombre


Por Mario Wainfeld
Todos conocemos el rostro de José Luis Cabezas. Todos sabemos que el hijo de Juan Carlos Blumberg se llamaba Axel, también recordamos su cara. Los recordatorios que publica Página/12 desde su fundación conjugan la foto y el nombre de los desaparecidos. Cualquier lector atento sabe que la chica inglesa desaparecida en Portugal se llamaba Madeleine. Difundir la imagen de las víctimas, mencionarlas por sus nombres es un recaudo para rescatarlas de la violencia que padecieron, para suscitar empatía con la opinión pública, para subrayar su condición humana, similar a la de las personas que siguen el caso.
Quienes frecuentan este diario saben, merced a las excelentes crónicas del colega Horacio Cecchi, que el ciudadano que falleció por la desaprensión del SAME se llamaba Humberto Ruiz y que lo apodaban Sapito. Que era gordo, que estaba enfermo desde hace años. Los habitués de otros medios no conocen, aún, su identidad.
Lamentable, porque Ruiz era un ciudadano como todos con idénticos derechos, incluidos el de la propia identidad. Ruiz fue desamparado, en flagrante incumplimiento de las leyes y el juramento hipocrático, aunque el SAME contaba con el apoyo de un móvil policial para entrar a la villa.
Cada cual jerarquiza la información como quiere y edita en consecuencia. Los criterios tributan a varios factores, la ideología entre ellos.
El día de la muerte evitable y el piquete, la versión on line de los medios dominantes consagró absoluta hegemonía al “caos” de tránsito.
Sus “encuestas” sondeaban reacciones sobre la validez de la protesta aunque escondían con minucia su causa.
Al día siguiente, jueves, la edición impresa de Clarín puso en la tapa lo sucedido, sin aludir, tan siquiera, a su detonante. En un recuadro de diez líneas de la página 41 se retocaba, apenas, la sustracción. Se contaba que “un hombre” había muerto. Ruiz no sólo fue considerado indigno de cobertura médica por el gobierno porteño, también de identificación por el medio más poderoso de la Argentina.
El viernes, Ruiz seguía innombrado, se lo aludía como “el hombre”.
El episodio, con todas las diferencias atendibles entre ambos casos, evocó al cronista lo que pasó en junio de 2004 cuando un grupo de militantes encabezados por Luis D’Elía tomó una comisaría en el barrio de La Boca. Reclamaban porque uno de sus compañeros, Miguel “El Oso” Cisneros, había sido asesinado y la Federal no buscaba al evidente autor material, un buchón de la policía. La movilización resultó fructuosa, el homicida fue detenido, luego juzgado y condenado. Sin embargo toda la cobertura de esos días y de años posteriores se obsesionó con la medida de acción directa que, a la luz de los acontecimientos, fue lógica y eficaz. El diario La Nación dedicó su tapa a la ocupación de la comisaría, reseñó la existencia del asesinato, pero no juzgó pertinente consignar el nombre de la víctima.
Hay víctimas y víctimas, concluirá quien lee estas líneas. Algunas, por su tez, condición social o ambas, reciben un tratamiento subalterno, lindante con el desprecio. No son parte de “la gente”, ese colectivo tan capcioso como impreciso que pretende describir la unanimidad social cuando en verdad interpela y describe sólo al target del medio. A “la gente” la fastidian los embotellamientos, aunque seguramente están más habituados que los vocingleros cronistas que los cubren. Para “la gente”, ciertas víctimas son exóticas a su interés. Sus derechos no les incumben, para qué referirles cómo se llamaban.

(1) El paradigma y la disputa. Antonio Annino.

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